Yo tenía una
gata que se llamaba Cleopatra. Y se llamaba Cleopatra porque estoy seguro de
que si existiera un imperio gatuno Cleopatra seria la Reina, o más bien, de
acuerdo a su nombre, la Faraona. Hermosa a más no poder y elegante como tomarse
una copa de champagne en la torre Eiffel, Cleopatra era totalmente consciente
de su singular belleza y su elegancia imperial, a tal grado que ingería sus
alimentos a solas, escondida, para que nadie la viera si llegaba a ensuciar su
aterciopelado pelaje; además de que se bañaba y se peinaba cuando menos
trescientas veces al día. Nunca una mancha, nunca un pelito fuera de lugar,
nunca un olorcito que no fuera como el del trigo maduro del campo. Caminaba –o
tal vez debería decir, flotaba– como si fuera una modelo de la revista Vogue, y
ni siquiera se dignaba mirarte, a no ser de manera displicente, como una
emperatriz mira a sus humildes súbditos. Pero al llegar la noche, la Reina del
Nilo, con todo y ser un espécimen eminentemente nocturno, se acomodaba sigilosamente
sobre mi regazo, mientras yo intentaba leer “La Guerra y la Paz” de Tolstoi, o
alguna otra de esas novelas tamaño ladrillo; se acurrucaba silenciosa, hecha un
ovillo sobre mis piernas, y con total sosiego se ponía a roncar. Contagiado por
aquel melódico y dulce ronroneo, casi siempre yo también me quedaba
profundamente dormido. Esa es la razón –no les quepa duda– por la que nunca terminé
el mamotreto de Tolstoi; y ya no lo voy a terminar nunca, porque ahora que Cleopatra
ya no está conmigo, esa lectura ya no se me antoja.